La Pereza, Conservación de la Energía o Antítesis del Instinto de Crecimiento

La Pereza, Conservación de la Energía o Antítesis del Instinto de Crecimiento

eap, espacioap, terapia, psicoterapia, psicologia, salud, espacio de acompañamiento psicoterapeutico, psicologo, psicologa, psicologos, adolescencia, adolescentes, preadolescentes, preadolescente, padres, madres, terapia adolescentes, adulto, adultos, conservacion de la energia, crecimiento personal, trabajo personal, desarrollo personal, alboraya, valencia, pereza, emoción, emociones, edad de piedra, evolutivo, evolución, ser humano, homo sapiens, creatividad, impulso creativo, creativo, exito

Se la conoce como uno de los pecados capitales, junto a la ira, la envidia o la soberbia. Se la ha definido de varias formas: como un defecto, como una actitud y pocas veces como una emoción. La sensación de pereza se parece a la desgana cuando estamos cómodamente en el sofá y advertimos que el mando de la televisión está fuera de nuestro alcance. También aparece cuando estamos cansados y alguien nos sugiere salir de casa, pero nuestro cuerpo nos pide bajar el ritmo y reposar. O puede estar unido a la tristeza o al miedo cuando tenemos la oportunidad de escribir un artículo interesante, pero pensamos que el esfuerzo no vale la pena o que a nadie le puede interesar lo que tengamos que decir. Afortunadamente he vencido esa pereza-inseguridad-miedo-fatalismo. Pero no siempre es fácil, ¿verdad?

Cuando hay una emoción o sentimiento al que no encuentro sentido, procuro ir mentalmente a la época en que el Ser Humano vivía en tribus o clanes, se enfrentaba a peligros constantes y debía pensar en sobrevivir casi todo el tiempo. En la Edad de Piedra, cuando evolucionó el Homo Sapiens, estaba equipado con todas las emociones que conocemos y todas tenían sentido. La Ira le permitía enfrentarse a un depredador o a otro humano rival. El miedo le sirvió para evitar los peligros. El afecto unió al grupo, a las parejas o a las madres con sus hijos, lo que hizo prosperar a nuestra especie. Y así podríamos seguir con cualquier emoción que se nos ocurra. Pero, ¿para qué nos servía la pereza en un entorno en que buscar comida era una preocupación casi diaria? Aquí debemos hablar de seguridad. Cuando las personas de aquella época habían comido, estaban alrededor del fuego y tenían sus necesidades básicas cubiertas (como diría Maslow), quizá surgía un impulso creativo en lucha con el instinto de conservación de la energía. Era posible que pudieran querer bailar y cantar, contar historias a los jóvenes o pintar en las cavernas para la posteridad, pero al día siguiente volverían a tener que levantarse temprano para cazar, recolectar, cuidar de los niños y ancianos, curtir pieles, hacer herramientas y las muchas tareas diarias. ¿Qué vencería? ¿La necesidad de expresar, compartir y celebrar? ¿O la de descansar? Es decir, ¿el instinto de crecimiento o la emoción de la pereza? Está claro que si nunca hubiera vencido la alarma del descanso, quizá no hubiéramos sobrevivido como especie. Mas las famosas Cuevas de Altamira nos advierten de que ya éramos creativos y que teníamos tiempo para plasmar ese potencial creciente. Así que el Ser Humano, tras vencer sus dificultades, tiende a la creatividad y al crecimiento.

Entonces, ¿Qué ocurre hoy en día? ¿Qué sentido tiene la pereza? ¿Es una emoción desactualizada? Desde un punto de vista sano, la pereza sigue teniendo un papel importante en la necesidad de descanso. Sin embargo, puede volverse extremadamente potente tanto en niños como en adultos, perder su función de conservación de la energía y convertirse en un freno a nuestra capacidad de crecimiento.

En nuestra compleja sociedad, a veces la pereza esconde otras emociones. Puede enmascarar el miedo, por ejemplo, al fracaso. Otras veces es síntoma de una baja autoestima e inseguridad en sí mismos como cuando abandonamos el gimnasio tras matricularnos sin haber hecho ningún ejercicio o cuando un niño que cree que no le gusta estudiar casualmente también piensa que no lo va a lograr hacer bien. Menos conocido, pero en realidad muy abundante, es su relación con la falta de responsabilización, como cuando un adulto se muestra incompetente en algo sin pretender realmente aprender o mejorar su destreza, esperando que alguien (un salvador/cuidador) haga la tarea por él.

Con el tiempo se torna una costumbre que mata cualquier atisbo de creatividad. No es casualidad que las personas más perezosas tengan una visión de la vida negativa. “El esfuerzo no vale la pena, pues nunca llegan las recompensas”. Ergo: no me molesto en esforzarme. Mejor acomodarme en el sofá y evadirme con videojuegos, televisión o cualquier forma de entretenimiento que no suponga esfuerzo alguno ni un reto. Lo que no dicen es que no creen que ellos sean capaces de lograr sus sueños o, incluso, pueden llegar a sentir que no los merecen. Ojo: no hay que confundir pereza con depresión.

En un sentido más crónico, la pereza empezó en casa cuando éramos niños. Alguien nos daba todo sin pedirlo. Se esforzaba mucho por hacernos sentir cuidados,  arropados y queridos por medio de cosas y actos. Sin embargo, el mensaje que en realidad nos llegó fue que “no podíamos hacerlo nosotros mismos, que no valíamos”. Además, fracasábamos pocas veces porque intentábamos pocas cosas solos. No aprendimos a tolerar la frustración, el dolor, la soledad o superar el miedo o la incertidumbre a lo desconocido. Nos volvimos dependientes, frágiles e inseguros. Es más seguro no luchar y seguir la inercia, por lo que no nos esforzamos. Por ejemplo, cuando compramos comida precocinada en el supermercado, pudiendo aprender a cocinarnos y mejorar nuestra salud y bolsillo.

Todavía más grave puede ser cuando uno de nuestros padres ya era perezoso, descuidado o indiferente a nuestras necesidades de niño pequeño. Ese papá-bebé era cuidado y tenía el poder que hacer que le hicieron todo por nada (quizá tuvo una mamá como la de más arriba). Su ejemplo me hizo pensar de niño que era más fácil ser como él que como los que cuidaban. De mayor pretendo emularlo y busco a personas que me sirvan. Cuando conozco a alguien intento parecer servicial, pero, poco a poco, logro que me sirva a mí. Puedo ser muy manipulador para lograrlo. Si me esfuerzo una vez, quiero que la recompensa sea para siempre. “Eh, ¿no me vas a hacer la cena? De novios (hace diez años) te hacía muchas veces la cena (una vez calenté una pizza en el horno)”.

Aunque no hace falta sufrir un trastorno para que la pereza nos invada más de lo que deseamos. Lo que sí podemos es preguntarnos si esa pereza esconde otra cosa. ¿Puede ser miedo o inseguridad? Véncelo enfrentándote a tu miedo. ¿El fatalismo nubla mí visión? Si no lo intentas, ¿cómo vas a saber si alguna vez lo lograrás? ¿O quizá tengo miedo a responsabilizarme, a ser independiente y a crecer? Mis padres ya han hecho su trabajo. Ahora me toca ser adulto. Es más duro, pero tiene la recompensa de la autonomía, poder relacionarme de forma sana con los demás y ser capaz de buscar mis objetivos personales. Sea lo que sea que esconde tu pereza, no te sirve para reservar las energías o reponerlas. En realidad las tienes inactivas o desperdiciadas en otras cosas.

Las personas más exitosas pocas veces son las que logran su sueño a la primera, se lo dan ya hecho o les cae del cielo. Son las que vencen sus miedos, saben que no va a ser fácil, luchan por sus sueños, fracasan, aprenden y siguen luchando hasta que lo logran y, luego, siguen cuidando sus logros. Pero, sobre todo, son creativos y encuentran formas diferentes de adaptarse a su entorno y superar las dificultades.

 

Autor: Javier Ferrando Esteve, con colaboración de Mara Boscá Fons