Viaje en la Piel de un Adolescente ¿Recuerdas?

Viaje en la Piel de un Adolescente ¿Recuerdas?

eap, espacioap, terapia, psicoterapia, psicologia, salud, espacio de acompañamiento psicoterapeutico, psicologo, psicologa, psicologos, adolescencia, adolescentes, preadolescentes, preadolescente, padres, madres, estilo educativo, apego, crecer, terapia adolescentes, terapia familiar, adulto, adultos, viaje en la piel de un adolescente, alboraya, valencia

“Ahora mismo veo mi adolescencia muy lejana. Los recuerdos de cuando sufría, ahora me parecen exagerados o fuera de lugar”. “No comprendo porqué mi hijo adolescente me trata así, pues yo NUNCA traté así a mis padres”. Si te sientes así, por favor, no sigas leyendo. No comprenderás este artículo… ni al adolescente que tengas al lado.

Si, por el contrario, entiendes que para ti fue terrible descubrir poco a poco cómo era el mundo real… Sigue leyendo. Hay un adolescente en tu interior que todavía vive y siente. Quizá no te puedas identificar con todo lo que vas a leer, pero seguro que conociste a otro adolescente, posiblemente un amigo o una amiga, que pasó por algo parecido. Al fin y al cabo, os contabais ciertas intimidades y eso te abrió los ojos sobre la vida. Si eres papá o mamá, te aviso: puede ser revelador de cómo te perciben o te percibirán tus hijos e hijas. Ponte cómodo. No vas a leer un artículo convencional y distante. Vas a sumergirte en la experiencia que puede vivir un adolescente, en la que pudiste vivir tú. Este viaje atravesará ciertas turbulencias. Pero no te preocupes. El piloto conoce el camino.

Es difícil decir cuando empezó nuestra adolescencia. Por edad quizá comenzó cuando teníamos 12 o 13 años. Pero mentalmente eso no tiene importancia. Mi adolescencia pudo empezar cuando mis ojos de niño empezaron a cambiar. Un fatídico día, mi visión del mundo dejó de ser mágica. Los seres que se dedicaban a dar regalos y a proteger la moral y la ética de los niños… simplemente no existían. Eran una invención de los padres. No sólo de los nuestros. Era un complot. Toda la sociedad participaba de ello. De hecho, nuestros padres y todos los adultos... nos mintieron.

Si piensas que es una tontería lo que acabas de leer, por favor, deja de hacerlo. No sigas, por favor. Esto se va a poner más duro y no lo vas a soportar. Tienes una enfermedad muy grave que se llama “adultitis”. Deberías hacértela mirar. Es un peligro para ti y tus hijos. Relájate, el viaje sigue.

Tras un tiempo, sabiendo la dura verdad de que los padres mienten, empecé a darme cuenta de algunas incoherencias más que nos fueron ocultas. Mi padre o mi madre no era la magnífica persona que me hicieron creer. Cometía errores. No era tan listo o lista, aunque eso lo podía aceptar. Ni siquiera éticamente era tan bondadoso como parecía. Además, es posible que su trabajo no fuera ni tan importante ni tan beneficioso ni tan meritorio como quería aparentar. O quizá nunca pudo triunfar en lo que deseaba y no realizó sus sueños. Tal vez ni lo intentó. El rencor le había carcomido y sólo se quejaba de todo sin cambiar nunca nada. Todas esas cosas podrían haberse dado juntas o por separado. Pero la peor no suele fallar: yo era la excusa de que no alcanzara sus sueños. Tal vez nunca lo dijo así, pero lo dio a entender de alguna manera. Me ha hecho sentir tremendamente culpable y en deuda por ello durante años.

Todavía más terrible. Mis padres hacía tiempo que no se querían o no se soportaban o tenían graves problemas, aunque seguían juntos, haciéndose daño o haciéndoselo a mis hermanos y a mí. No podría decir cuando empezó esto. Pero ahora me he dado cuenta y empiezo a comprender porqué discutían tanto, aunque nunca arreglaran nada así. Decían o daban a entender que estaban juntos por mí, pero yo nunca quise vivir una mentira. No me preguntaron por ello. Me sentía engañado y viviendo una situación injusta donde me encontraba en medio de una batalla campal entre las personas que más quería.

Sin embargo, hay algo todavía más duro. El día que me pasó, tuve una duda existencial. Fue el día en que descubrí que la edad mental de mi padre o madre era menor que la mía. El adolescente o el niño parecía él o ella. Y yo no sabía si asumir el papel paterno o callar. Fue una gran decepción y un sentimiento impactante de asombro y soledad. Mi duda era la de si seguir creciendo y superar definitivamente a mis padres, o dejar de madurar y seguir fingiendo que todo estaba bien. Nunca había sentido tanto miedo y culpabilidad. Si crecía, ¿sería un mal hijo? Pero no crecer era como dejar poco a poco de existir.

Lo curioso es que todo esto no me preparó para la lección final. Tenía tantas ganas de escapar de mis padres, que no podía ver lo que se avecinaba, de lo que me habían protegido todos estos años. Era como si lo más terrible, el monstruo final del videojuego, llegara de improviso. No estaba preparado. Después de haberme decepcionado tanto de mis padres no debería haberme sorprendido que la sociedad real y el mundo fueran hostiles, injustos, llenos de engaños y mentiras, corruptos y repletos de tentaciones seductoras y perversas. Ahora me daba cuenta de que mis padres no me habían preparado. Quizá aceptaría un trabajo que no me gustaba o no seleccionaría demasiado a mis futuras parejas. Quizá decidiría evadirme gracias a las drogas, la tecnología o la vida social. Al fin y al cabo fue el ejemplo de mis padres: no afrontaron sus problemas. Pero no, también podría hacer justo lo contrario. Podría volverme hiperresponsable y exigente, obsesionado con la salud, el éxito o con el control. Fuera cual fuera el camino que escogiera, rechazando el modelo de mis padres, tardaría algún tiempo en encontrar mi propia senda… Sobre todo, hacia el final, cuando empezaba a entrar en una edad en que se suponía que debía ser adulto.

Sin embargo, a pesar de todo, había una fuerza en mí. Si había superado aquello, podría sobrevivir por mi cuenta, comprender que mis padres hicieron lo que pudieron y supieron, y que tuvieron cosas buenas que me enseñaron y que yo quise escuchar. Sí, muchas las tuve que aprender fuera o con apoyo profesional. Pero quizá me enseñaron lo que no debía hacer, junto a otras buenas lecciones de la vida que sí me supieron trasmitir. También comprendo ahora que no les hice demasiado caso y dejé de escucharles demasiado pronto. Sí, cuando mis padres se sacrificaron por mí, quizá perdieron muchas oportunidades de crecer y ser felices. Pero me dieron lo mejor y lo peor que tenían para que yo pudiera, de adulto, elegir.

Ahora lo he comprendido. Ese soy yo. Alguien que no lo tuvo fácil, pero ¿quién lo ha tenido fácil? Gracias a ello, he aprendido y ahora soy la persona que escribe o que lee esto. Sí, todavía arrastro viejas heridas, aunque cuento cada día con más cicatrices de guerra, que me hacen más sabio y fuerte.

Ya hemos aterrizado y no ha sido tan duro, ¿no es así? Sí, durante el trayecto, pensamos en algún momento que no acabaría bien, que nos estrellaríamos atravesando las “nubes de la desesperación”. Quizá cometimos errores por miedo, rabia o tristeza. Pero hemos sobrevivido y aprendido mucho de este viaje. Ahora empieza o continúa el otro: el de ser adultos. Pero conviene no olvidar que un día viajamos casi a ciegas por territorios desconocidos y lo superamos. Un día un adolescente agradecerá que guardemos ese recuerdo vivo.

Es posible que ese momento sea ahora. Ahora podemos ser padres y tener un hijo o una hija preadolescente o adolescente. Nos hemos hecho adultos y hemos olvidado, en parte, lo duro que fue crecer. Posiblemente hemos tenido que inventar un estilo educativo nuevo para nosotros como papás y mamás, pues nos criaron de una forma que no deseamos para nuestros hijos. Hemos tenido que aprender a educar sobre la marcha y hemos cometido errores. Nos cuesta, seguramente, encontrar ese equilibrio mágico entre límites y apoyo. No es fácil ser un ejemplo para ellos, cuando no siempre tuvimos un buen ejemplo. Y la vida nos ha dado alegrías, pero también sabemos qué es el dolor, la soledad y la vulnerabilidad, pues la vida es dura y maravillosa a la vez. ¿Cómo trasmitirles todo eso? Mas hay algo que prevalece en nosotros y en nuestra familia. Hay amor y voluntad de comprender y apoyar a nuestros hijos e hijas. Aunque no lo creas es el mejor comienzo. Sí, con la suficiente perspectiva, nuestros padres no lo hicieron tan mal después de todo. Ahora me enfrento a sus dilemas, sus inseguridades y sus miedos.

Crear un estilo adecuado de crianza y educación es el reto de todo padre y madre. No hay una única fórmula, pero hoy sabemos que es importante que nuestros niños crezcan con un apego seguro. Una infancia segura da fuerzas para una adolescencia y una adultez seguras. Aunque con ciertas dificultades, los errores se pueden reparar. Nosotros ya lo hemos hecho en parte al llegar aquí. Además, no estamos solos. Algunos libros, la pareja, los abuelos, educadores, psicoterapeutas y terapeutas familiares pueden ser unos grandes aliados. Pero lo mejor es hablar con tu hijo e hija, dejarle discrepar con respeto, conocerle y escucharle sin olvidar que somos sus padres, darle unos límites que pueda comprender y hacerle partícipe de su propia educación, educarle en las consecuencias y no en los castigos, valorar su esfuerzo y avances y hacerle, sobre todo, sentirse querido sin condiciones, son un gran paso en este viaje que nunca acaba.

 

Autor: Javier Ferrando Esteve